sábado, 16 de marzo de 2013

Hispanoamericanos en la Guerra Civil Española

En el reino de Amado del Pino


 “Me quedaré en España, compañero”,
me dijiste con gesto enamorado.
Y al fin sin tu edificio tronante de guerrero
en la hierba de España te has quedado.
Recita el poema y habla atropelladamente, arrojando ráfagas de palabras repletas de argot. Asere, dice, y sin detenerse traduce: como si dijéramos tronco, tío. Guataquería, dice, como si dijéramos hacer la pelota. Jeva, dice, como si dijéramos mujer. Y muchos otros términos descarnados que no requieren explicación: “Perdonen la crudeza, pero está a tono con mi teatro”. Parte de su obra teatral, como El zapato Sucio (2000), Penumbra en el noveno cuarto (2002) o Triángulo (2003), se encuadra en lo que la crítica ha denominado Poesía de la Crudeza: “Porque si uno vive en el idioma de Lorca, ¿qué literatura se puede hacer después que a la vez sea teatral? Por eso es más original lo que yo he intentado con la Poesía de la Crudeza; es decir, la poesía de la mala palabra cubana, el refrán, el dicharacho, el bolero…”. Por otra parte, esta búsqueda de lo popular, asumida siempre con una factura rigurosa, es el mejor homenaje a Lorca, a quien cita con admiración rendida, igual que a Lope, como se puede apreciar en sus obras (especialmente en Triángulo). Un oído en la calle y otro en el Parnaso.

Tibia mañana de marzo. Estamos con Amado del Pino (Tamarindo, Ciego de Ávila, Cuba, 1960) en el bar León de la Avenida Palomeras, en pleno corazón del madrileño barrio de Vallecas: “Vallecas era tan sólo el campo cuando Maruja Mallo traía a Miguel Hernández, ya era un pueblecito en La estanquera de Vallecas, hoy es un barrio industrial como podría ser Alamar en La Habana. Pero, ¿qué es Vallecas en verdad, profundamente?”. Hace seis años que Amado vive entre España y Cuba: pasó casi cuatro años en Murcia y lleva otros dos en Madrid, sobrevolando el Atlántico con frecuencia. Sin embargo, su teatro dialoga siempre con su tierra natal. En septiembre de 2011 lo vimos en La Habana para el estreno de su obra Cuatro menos, que recibió el Premio Carlos Arniches de Alicante. El teatro Bertold Brecht, situado en el barrio del Vedado, reventaba de gente, con espectadores en el suelo y en las escaleras, viviendo la representación de manera visceral, asintiendo, aplaudiendo, riendo nerviosamente. La obra es muy crítica y plantea de manera abierta todas las cuestiones delicadas que complican la Cuba de hoy: “Aunque cierta crítica lo ha considerado un defecto, Cuatro menos es, voluntariamente, la menos literaria de mis obras, y la más ibseniana, cívica y periodística: hay observación de la realidad y pronunciamiento sobre ella”.

No obstante, sí hay mucho de España en una de sus obras, de brillante orfebrería poética: Reino dividido gira en torno a la Guerra Civil española y a la amistad que unió a Miguel Hernández y Pablo de la Torriente Brau. Gracias a esta obra, estrenada en La Habana, Amado del Pino cumplió el sueño de representar en España y en 2010 recorrió Orihuela, Alicante, Granada, Sevilla, Linares y León, conmemorando así el centenario de Miguel Hernández. “Hubo funciones preciosas, como la de Alicante, que coincidió con los días del aniversario de la muerte de Miguel y estaba llena de gente hernandiana, o la de Linares, donde gracias a Andrés Sorel, muy amigo de la cultura cubana, se celebró un evento de tres días y, como clausura, en lugar de un discurso, fue la puesta en escena de la obra. Eso fue muy lindo”. Amado rememora aquellos días y su gesto, risueño a lo largo de todo el encuentro, es ahora radiante: “Un periodista me dijo una vez que esta era la obra de Miguel Hernández que no se había escrito en España. Sería pedante que yo dijera eso, cuando es tan sólo la humilde versión cubana”.

La obra es el fruto de una investigación auspiciada por el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau (y su director Víctor Casaus, gran especialista de Pablo de la Torriente) y la Fundación Cultural Miguel Hernández, realizada por Amado del Pino y Tania Cordero, periodista, gestora cultural y, además, su mujer. A partir de los pocos datos conocidos sobre el encuentro entre ambos escritores, del Pino fabula toda la historia: “La vida documentada de los encuentros entre Miguel Hernández y Pablo de la Torriente cabe en un pliego. Ambos se conocen y Pablo nombra a Miguel Comisario de Cultura. Cuando cae Pablo, que cae muy temprano, en diciembre del 36 en Majadahonda, Miguel hace un extraordinario poema: la ‘Elegía segunda’ (la primera había sido a la muerte de García Lorca): ‘Me quedaré en España, compañero / me dijiste con gesto enamorado […] porque este es de los muertos que crecen y se agrandan / aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto’. Después Miguel escribe una obra, Pastor de la muerte (para mi gusto no muy buena, como todas las de Miguel, que es uno de los más grandes poetas de la lengua pero un dramaturgo muy estático), donde a uno de los personajes, que es un trasunto de Pablo, lo llama El Cubano. Eso es lo que hay documentado; el resto es mío, todo es inventado”. Es precisamente un descubrimiento realizado durante la investigación el detonante para escribir Reino dividido: “No cabe duda de que la ‘Elegía a Ramón Sijé’ de Miguel Hernández es una de las grandes elegías del idioma, junto a las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. Sin embargo, en Orihuela descubro que Miguel y Ramón están peleados cuando este fallece. Miguel pensaría: ‘Tengo veintitantos años y una vida entera para reconciliarme con él’, pero de pronto su amigo se muere. Ahí hay un nivel dramático; cuando yo me entero de que Sijé y Miguel están enfrentados por razones políticas, e incluso religiosas, me digo: esta obra hay que escribirla”.

Además de sus dos protagonistas indiscutibles, por la obra desfilan más de cuarenta personajes, como Federico García Lorca, Pablo Neruda, Miguel Altolaguirre, José María Chacón y Calvo, María Zambrano o Teté Casuso, la esposa de Pablo de la Torriente, que fascina al dramaturgo: “Teté Casuso me interesaba mucho, pues fue un personaje apasionante: poeta medio mala, porque es una especie de eco de Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni, y al mismo tiempo chévere, pues es una de las primeras poetas feministas. Además, ayuda a Fidel Castro en la expedición del Granma pero termina mal con la Revolución. Cuando se escribe Reino dividido, el nombre de Teté Casuso, que había sido la musa, la muchacha, la adoración de Pablo de la Torriente Brau, no ha aparecido en un medio público cubano desde hace treinta años”.

Paralelamente a Reino dividido, cuyo texto está editado por el Centro Pablo, Amado escribió a cuatro manos con Tania Cordero una monografía, todavía inédita, titulada Los amigos cubanos de Miguel Hernández, que analiza el papel de los cubanos en el Congreso de Escritores Antifascistas de 1937 en Valencia, el de los oradores (y los que no lo fueron) del homenaje a Miguel Hernández en La Habana en enero de 1943, y la recepción de su obra en Cuba desde la Revolución. “Tania y yo trabajamos en el libro mucho más que en la obra. Pero bueno, ahí está, sin editor, esperando la lotería o mejores tiempos…”.

La conversación se extiende, se bifurca, va y viene por numerosos temas, como el periodismo (la otra profesión), el cine (la otra pasión) o su eterno retorno a la isla de Cuba. “Sueño dormido y despierto con volver”. Y qué es lo que te retiene en Madrid, le preguntamos. “El amor, ¿les parece poco?”, afirma travieso, consciente de que está diciendo tan sólo una verdad a medias. Del Pino ha sido jurado del Premio Tirso de Molina, ha impartido talleres de teatro y conferencias en la Universidad Menéndez Pelayo y en la Universidad de Alicante. Y, por supuesto, escribe.

Al salir de la cafetería y caminar de regreso al metro por la Avenida de Buenos Aires, nos encontramos a Tania Cordero. “Miren, por ahí viene mi mujer, no le cuenten nada de lo que hemos hablado, no he dicho malas palabras, ¿verdad?”. Amado el hombre y el dramaturgo del Pino: las dos caras de la misma moneda reluciente entre Madrid y La Habana.

La matanza de los inocentes. Intelectuales cubanas en defensa del niño español

En sus meses iniciales, en zona republicana, la guerra civil española significó una efímera época de conquistas para la mujer, una confirmación de los avances que ya había conseguido desde el derrocamiento de la monarquía en 1931. La figura de la miliciana, durante las primeras semanas o meses del conflicto, fue explotada como una anécdota pintoresca por la prensa mundial pero significó, en la práctica, que la mujer se sentía con pleno derecho de luchar codo a codo con sus compañeros milicianos en el frente. De ahí surgieron las heroínas, las mujeres-mártires celebradas por la propaganda republicana: Lina Odena y Paca Solano. Al mismo tiempo, en esos frenéticos inicios del conflicto español, hubo mujeres que ocuparon por vez primera los lugares de trabajo dejados libres por los hombres en las fábricas. Estas conquistas pronto se frenaron. Con el paso del tiempo y la organización del Ejército Popular, las mujeres fueron retiradas del frente y su papel volvió, poco a poco, a ser el de todos los tiempos y todas las guerras: la mujer que espera en casa al hombre ausente; la mujer-viuda, que llora la muerte de su esposo; la madre desolada que llora la muerte de sus hijos. Incluso en el ámbito laboral, cada vez más se hacía hincapié en las labores tradicionales de la mujer: la de cuidar a los heridos y los enfermos; la de coser prendas y mantas para los que luchaban en el frente. Eran labores de esposa, labores de madre, no de la nueva mujer libre de la República.
Esta segunda etapa de la guerra (el Ejército Popular empezó a formarse a mediados de octubre), coincidió para la mujer republicana con un cambio de estrategia, una verdadera innovación bélica del ejército de Franco: los bombardeos de las ciudades abiertas, que se ensayaron con secuelas devastadoras en Madrid. Se trataba de una novedad en más de un sentido: las víctimas no eran ya, como en la Gran Guerra, sólo los soldados en las trincheras, sino los habitantes de la retaguardia; es decir, mujeres, ancianos, niños. Era algo inaudito en la historia de las guerras, y sucedía, además, en una lucha inaudita por otro motivo: la guerra civil fue la primera guerra mediática de la historia. Es decir, el horror de esas víctimas civiles fue divulgado por los medios de comunicación masiva en imágenes escalofriantes que llegaban a todo Occidente. Con fines propagandísticos, la República decidió, en su campaña de divulgación de las imágenes de los bombardeos, centrarse en el niño como víctima: niños muertos en los bombardeos, cuyos cadáveres habían sido sacados a duras penas de los escombros y puestos en fila, numerados en su anonimato, esperando la identificación; niños muertos en los brazos de sus madres; huérfanos que vagaban entre las ruinas de una casa en busca de sus padres; y los niños evacuados, que abandonaban España entre el llanto de sus familiares, para aguardar el triunfo o la derrota de la República en México, en Inglaterra o en Rusia.
En pocos países del mundo suscitó la guerra civil pasiones tan encendidas como en Cuba. Jorge Domingo Cuadriello señala que se trata de una “reacción lógica”, si se toman en cuenta “los estrechos vínculos históricos, culturales, religiosos e incluso familiares entre españoles y cubanos, así como la existencia entonces en la Isla de una numerosa e influyente comunidad de naturales de España”. El interés por la guerra no se limitó a la colonia española. La sociedad cubana estaba altamente politizada desde la época de la resistencia contra el dictador de Gerardo Machado (derrocado en 1933), y fueron muchos los que sentían la guerra española como suya propia. Viajaron a España para defender la República un millar de voluntarios y se ha dicho que “desde el punto de vista proporcional a su población el pueblo cubano fue el que mayor número de voluntarios aportó a dicha contienda antifascista”. Dentro de la isla, grupos de intelectuales, sindicatos, partidos de izquierda y organizaciones estudiantiles y masónicas organizaron numerosos actos de apoyo a la República, homenajes a muertos ilustres de la guerra (como Federico García Lorca), manifiestos, manifestaciones y colectas para recaudar fondos, ropa, cigarrillos y leche condensada para la República. De particular importancia, para los propósitos de este artículo, son las labores de la Asociación de Auxilio al Niño del Pueblo Español, fundada en La Habana en marzo de 1937. En ella, las mujeres intelectuales tuvieron un protagonismo central: Teté Casuso fue la presidente y el gran logro de la Asociación, la Casa-Escuela Pueblo de Cuba instaurada en Sitges, fue dirigida por una de las vice-presidentas, la educadora Rosa Pastora Leclerc. (...)
“Ser espectador de calamidades que tienen lugar en otro país”, ha dicho Susan Sontag en su libro Ante el dolor de los demás, “es una experiencia intrínseca de la modernidad, la ofrenda acumulativa de más de siglo y medio de actividad de esos turistas especializados y profesionales llamados periodistas. Las guerras son ahora también las vistas y sonidos de las salas de estar”. Desde la lejana retaguardia cubana, se observó el espectáculo calamitoso de la guerra civil con fervorosa atención. En las siguientes páginas, me referiré brevemente a la manera en que siete intelectuales cubanas –Mariblanca Sabas Alomá, Serafina Núñez, Berta Arocena, Mirta Aguirre, Fina García Marruz, Emma Pérez y Teté Casuso– vivieron, sufrieron y escribieron sobre la guerra civil sin la necesidad de pisar España durante los años del conflicto. Los bombardeos de las grandes ciudades convocarían en ellas una respuesta maternal, que chocaba, en cierta medida, con la autonomía de la mujer –la liberación de las ataduras de género, de los papeles tradicionales de madre y esposa– que era, que estaba siendo, una conquista de la modernidad. Durante la guerra civil, las víctimas infantiles obligaban a estas siete intelectuales –todas ellas militantes comunistas o compañeras de viaje– a invertir los avances y volver a asumir, por exigencia de las circunstancias, el papel de madre o sustituto de madre. ....
El artículo completo puede leerse en el Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura.

Una plaga de romances. El impacto de la muerte de Federico García Lorca en la poesía chilena

A finales de los años treinta, los dos poetas más leídos, venerados e imitados de la lengua española eran Federico García Lorca y Pablo Neruda. Lorca, para la gran mayoría de los lectores de Hispano-américa, era un autor de romances. El aire popular y las deslumbrantes imágenes del Romancero gitano producían tanta fascinación como el granadino mismo, que había conquistado con su simpatía y su ingenio los tres países hispanoamericanos que visitó: Cuba (7 de marzo-12 de junio de 1930), Argentina (13 de octubre de 1933-27 de marzo de 1934) y Uruguay (30 de enero-16 de febrero de 1934).
Cuesta imaginar hasta qué punto el personaje y la poesía de Lorca transformaron la imagen que se tenía de España en esos países, acostumbrados a intelectuales doctos, académicos, ligeramente prepotentes y más que ligeramente casposos. En efecto, Lorca ya había llegado a América –en persona y con el Romancero– como una ráfaga de oxígeno, antes de convertirse, a partir de agosto de 1936, en el poeta mártir de la guerra española, la prueba tangible –según los ojos escandalizados del mundo intelectual– de que el fascismo había emprendido una lucha a muerte contra la cultura. Neruda, por su parte, seguía seduciendo a lectores tradicionales con el sabor agridulce de sus Veinte poemas... pero, como Lorca también (aunque Poeta en Nueva York era escasamente conocido y sólo se publicó como libro en 1940), había evolucionado en su escritura y había impresionado a las nuevas generaciones de poetas con el oscuro versolibrismo de Residencia en la tierra. A partir de septiembre de 1936, visceralmente conmovido por la muerte de su amigo Federico y por los bombardeos de Madrid, había cambiado de rumbo y ejercía a partir de entonces como un torrencial poeta militante.
En los últimos años de la década de los treinta esta doble influencia –Lorca y Neruda, Neruda y Lorca– se hizo sentir en toda Hispano-américa. En Monte-video, por ejemplo, en julio de 1939, ya se estaba hartando del tándem el joven Juan Carlos Onetti, que en uno de los primeros números de Marcha (con el pseudónimo «Periquito el Aguador») lamentaría que "‘d’apres’ Neruda y García Lorca, una nueva retórica se ha formado entre nosotros. Poetas de izquierda y de derecha, poetas y poetisas del centro, todos están contagiados de los visibles sistemas del español y el chileno".
En el campo literario chileno, el peso de la figura siempre polémica de Neruda es evidente; no obstante, durante los años de la Guerra Civil española la figura de Lorca como autor de romances desató en Chile un verdadero ejército de imitadores, algunos de los cuales –Nicanor Parra, Gonzalo Rojas– se convertirían más tarde en los grandes herederos de la generación de Neruda.
(Para seguir leyendo este artículo de los investigadores Matías Barchino Pérez y Niall Binns, véase el siguiente link: Una plaga de romances)

Invisible presencia de Enrique Amorim

El amante uruguayo. Una historia real. Santiago Roncagliolo. Jaén: Alcalá Grupo Editorial, 2012.
A mediados de septiembre de 1936, el diario bonaerense Crítica publica unas palabras de Enrique Amorim sobre la muerte de Lorca:
Federico no ha muerto. No puedo imaginar su pecho adelantado al viento y a las balas; su magnífica cabeza echada para atrás, sus brazos en cruz, contra un muro de piedra, con toda España a sus espaldas, como si con su cuerpo impidiese pasar adelante a los nuevos bárbaros.
Ahora se publica en España El amante uruguayo, ensayo de Santiago Roncagliolo que rescata del olvido la figura del escritor Enrique Amorim. El acertado título tiende al lector una trampa y una pista al mismo tiempo: aunque en un primer momento pueda pensarse que el libro relatará una tórrida y sorprendente historia de amor entre el uruguayo y el célebre artista Federico García Lorca, en realidad hay que centrarse en el significado de la palabra “amante”, que remite necesariamente a otra persona; ese será el destino de Enrique Amorim, protagonista en la sombra, fotógrafo presente tras el objetivo, personaje que para franquear las puertas de la posteridad necesita de la acreditación de los grandes nombres a los que acompañó. En este libro, Amorim, siempre el otro, siempre el rostro oculto, es el hilo vertebrador del que se sirve Roncagliolo para recrear de manera amena la Historia de buena parte de la literatura y el arte de la primera mitad del siglo XX.

El retrato de la portada muestra a Amorim y Lorca vestidos de riguroso blanco, aferrando sendas jarras de cerveza. Amorim, con una pajarita negra como una mariposa (¿o es un murciélago?) que ascendiera revoloteando hacia su cuello, sonríe a la cámara, posando orgulloso junto al gigante y ya paradójicamente inmortal poeta granadino. Este, en cambio, sin ninguna mariposa nacida de su estómago, ofrece un rostro más serio, con los labios cerrados, probablemente repitiendo por enésima vez su mirada aprendida de seductor. La imagen resulta bastante significativa de lo que fue la vida de Amorim, deseoso de aparecer en las fotografías junto a sus ídolos indiferentes pero condenado en la mayoría de ocasiones a ejercer como el ser invisible que pulsa el obturador detrás del aparato.
Aunque no hay datos suficientes para corroborarlo, Roncagliolo propone la hipótesis de que Amorim pudo ser el gran amor de Lorca durante su viaje a Argentina y Uruguay en 1933 y 1934. Un par de cartas sin respuesta conservada, algunos mensajes cifrados entre líneas y el enigmático monumento levantado por Amorim en su Salto natal en 1953, permiten trazar una historia de amor o de desamor que el asesinato de Lorca a comienzos de la Guerra Civil española no interrumpió, sino que alentó al uruguayo en sus decisiones siguientes a lo largo de su vida. Es posible que sucediera como imagina Roncagliolo, es posible que no, pero seguramente no importe demasiado: la conjetura permite sacar a escena a personajes de la talla de Jacinto Benavente, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Oliverio Girondo, Norah Lange, Horacio Quiroga, Pablo Picasso, Louis Aragon y muchos más. El libro recoge numerosas anécdotas de las intimidades de todos ellos y pone al descubierto los romances y las envidias, las amistades y los intereses que en cierto modo llevaron a la creación de obras como Ficciones, Canto General o el Guernica. Así, por poner un ejemplo, una de estas historias recupera una conversación irresistible entre Borges y Lorca:
Otro que se decepcionó con Federico fue Jorge Luis Borges, que estaba destinado a convertirse en el escritor argentino más importante del siglo XX. Según Borges, durante su única conversación, Federico disertó largamente sobre un personaje que, en su opinión, encarnaba toda la tragedia de los Estados Unidos. Borges le preguntó de quién estaba hablando exactamente. ¿De Lincoln quizá? ¿O de Edgar Allan Poe? Pero Federico respondió:
– De Mickey Mouse.
Borges abandonó la conversación, y a partir de ese momento, consideró a Federico un farsante, o según lo definiría él mismo, “un andaluz profesional” (p. 25).
En el conjunto de un libro logrado globalmente, cabe sin embargo objetar a Roncagliolo algunas aseveraciones osadas y conclusiones cogidas con alfileres. En la descripción de la vida madrileña de Neruda antes de la guerra, dominan palabras como “dolorosos”, “desgracia”, “conflictos”, “crisis”, “infierno”; en realidad, tras el aislamiento que había supuesto su vida como diplomático en el Oriente, y a pesar de la grave enfermedad de su hija, los años madrileños son para Neruda una etapa de felicidad y de comunión sentimental y literaria con sus amigos poetas, quienes lo reciben con admiración y fraternidad. Por otra parte, cuando se conservan tan pocos datos, ¿se puede asegurar con tanta rotundidad que Federico fuera para Amorim “el hombre más importante de su existencia” (p. 167)? Es posible que, debido a la serie de hipótesis indemostrables que conducen el libro (lo cual sea dicho, no es culpa del autor), esta historia ambiciosa hubiera requerido, en lugar de un sugestivo ensayo como este, una novela fascinante, donde las concesiones a la ficción harían más verosímil y más real la “historia real” que promete el subtítulo. Es posible también que al mismo tiempo este sea el mérito del libro: el anhelo en el lector de ver en movimiento a través de una narración literaria algunas imágenes como la de la portada, con la pajarita de Amorim convertida en una mariposa volando entre los dos, desvelando en el dibujo de su vuelo los secretos que llevaron a su tumba los protagonistas (los titanes) de este relato.

Artistas en la Guerra Civil Española: Gustavo Cochet

El pintor y grabador Gustavo Cochet (Rosario, Argentina, 1894-1979) llegó por primera vez a España en 1915. Vivió cinco años en Barcelona, otros ocho en París, y en 1934 regresó a una España ya convertida en República. Militante de la CNT y la FAI, se convirtió en uno de los artistas anarquistas más destacados de la guerra civil, preparando una serie de 30 aguafuertes titulados "Caprichos". Como escribió el propio Cochet, en el frontispicio de la colección, "Mis
Caprichos como los de Callot y Goya son el reflejo de los horrores de la guerra, sus miserias y angustias como así las esperanzas y heroísmos de un pueblo que se repite en la historia y se repetirá siempre, mientras domine la maldad en los hombres".

La investigadora argentina Laura Karp Lugo ha publicado últimamente
el siguiente artículo: "Los Caprichos de Gustavo Cochet, memorias de la Guerra Civil".

Velasco Ibarra antifascista, en defensa de la República Española

En el segundo semestre de 1936, el ex presidente de Ecuador José María Velasco Ibarra –que llevaba un año desterrado en Colombia– viajó a Argentina para dar clases en la Universidad de La Plata (allí conoció a la que sería su segunda mujer, Corina del Parral) y con la intención de "alejarme un poco de la política apasionada". Así respondía a Narciso P. Márquez, durante una entrevista de octubre de ese año publicada en la revista izquierdista de Buenos Aires Claridad, en la que pidió para su país el fin de la dictadura de Federico Páez y advirtió contra los peligros del extremismo en toda la América Latina:
Si América inicia ella también la política de los extremismos, de las aversiones, de las incomprensiones, todo está perdido. La justicia, los derechos del hombre, la solidaridad y comprensión humana, el trabajo, deben ser nuestras normas únicas. Para América, Mussolini y Stalin son igualmente bárbaros.
Curiosamente, Velasco Ibarra, que había gobernado en Ecuador con el apoyo de los conservadores, se integró rápida y contradictoriamente en el espíritu de militancia antifascista e izquierdista que dominaba en grandes sectores de la intelectualidad argentina. Intentaría explicar esta paradoja en el prólogo de la edición argentina de Conciencia o barbarie, publicada en 1938:
El lector argentino difícilmente comprenderá cómo un demócrata pueda atacar el izquierdismo del Ecuador. La razón, sin embargo, es muy sencilla: todas las injusticias que se cometen en los otros países en nombre del conservadorismo, se consuman en el Ecuador en nombre del izquierdismo. Todos los fraudes electorales que antes de 1895 realizaron en el Ecuador los conservadores y progresistas conservadores, los han efectuado después de esa fecha, con más audacia y cinismo, los llamados liberales y radicales. Por esto no pertenezco a ninguno de los partidos políticos del Ecuador. Pero, mi escuela política es la liberal, la genuinamente liberal. Esencial en el liberalismo, la simpatía y el respeto práctico a la libertad en toda la acepción de la palabra, a los derechos de los hombres y de los pueblos. No quiero afirmar sin demostrar. Afirmo que el “llamado” izquierdismo del Ecuador ha cometido los mismos crímenes efectuados en otras partes por las agrupaciones gubernativas de “derecha”.
De esa manera, Velasco Ibarra veía su propia situación como análoga a la de los izquierdistas argentinos que habían sufrido la dictadura fascistoide de José Félix Uriburu a comienzos de la década y ahora sufrían la persecución del gobierno autoritario del general Agustín P. Justo; la sentiría análoga, también, a la de los republicanos españoles.
Velasco Ibarra mostró su antifascismo en público en la ciudad de Córdoba en noviembre de 1936, en un breve viaje durante el cual fue recibido con honores por el gobernador radical Amadeo Sabattini. El ex presidente había sido invitado para participar, el viernes 20 de ese mes, en un homenaje multitudinario a México, el único país americano que apoyaba abiertamente la República española, celebrado en el teatro Rivera Indarte. Inevitablemente, se convirtió en un acto masivo de adhesión a España.

Ese mismo día, en una entrevista publicada en el diario Córdoba, ya había hablado de la guerra de España: “Considero un enorme crimen la asonada de los militares alzados contra la república. Me parece que la república ha tenido sus errores, pero la corrección de esos errores debió encuadrarse dentro de los resortes constitucionales. Pero nunca permitir ese intento cesarista y brutal ni que para lograr sus objetivos se destruyeran monumentos históricos y se mate a millares de mujeres y niños”.







Por la noche, ante un teatro atiborrado por un público entusiasta, entre puños en alto, aclamaciones al Frente Popular y “mueras” al fascismo, Velasco Ibarra compartió la tribuna con el médico comunista Gregorio Bermann, los socialistas de izquierda Deodoro Roca y Benito Marianetti, el poeta Pablo Suero, el traductor y periodista Arturo Orzábal Quintana y otros miembros de la AIAPE (Asociación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores). Sus palabras de homenaje al México de Lázaro Cárdenas y a la República española provocaron un entusiasmo generalizado en el público cordobés.
Según el periódico La Nueva España: “Magníficas y elocuentes fueron sus palabras de condenación al fascismo y de elogio a la democracia. Exhortó a los argentinos a no dejarse influenciar por extrañas ideologías, y a inspirarse en el ejemplo de los próceres patrios, Mariano Moreno ante todo. Su alegato fue convincente, impregnado de hondo fervor humano, emocionante en grado sumo y constantemente interrumpido por los aplausos del público” (28 noviembre 1936). La alusión a las “extrañas ideologías” podría haber sido interpretado como un ataque a todos los extremismos –tanto a Stalin como a Mussolini, en concordancia con sus declaraciones en Claridad–, pero en el contexto del Teatro Rivera Indarte el enemigo era uno: el fascismo.








Esta imagen de Velasco Ibarra como antifascista y hombre de izquierdas exasperó a la derecha argentina, que había conocido al ex presidente durante su viaje a Buenos Aires de 1935 y había visto en su catolicismo y en el importante apoyo que tenía en los círculos conservadores de Ecuador motivos para considerarlo un aliado.
El martes después del acto en Córdoba, el diario nacionalista La Fronda, portavoz del gobernador filofascista de la provincia de Buenos Aires, Manuel Fresco, publicó en su portada el artículo “Las izquierdas y los pistoleros”, que denunció la “descomposición social” vivida en Córdoba bajo el gobierno de Sabattini y en particular la cesión del teatro oficial de la ciudad para “la realización de un homenaje a Méjico y a... Durruti, el pistolero español muerto en el frente de Madrid [el mismo día 20 de noviembre], o asesinado, según se dice, por sus propios compañeros de milicia”.

Según La Fronda, el acto no era más que un nuevo homenaje del comunismo cordobés al marxismo español pero tenía la novedad de ser presidido “en calidad de animador o ‘alma mater’ [por] el señor Velasco Ibarra, ex presidente del Ecuador, destituido y expulsado del país por inservible”. El diario recordaba un discurso a favor de la democracia pronunciado por Velasco durante su viaje anterior a Argentina, el cual había demostrado “que la línea ecuatorial le pasa justamente por medio del cerebro”. En efecto, después de llegar al poder en su país “quiso implantar una dictadura y cerrar el congreso”, por lo cual “se movieron los militares y el superdemócrata saltó como salta el grano de un cacahuete tropical al hacer presión en la cáscara”. La intervención de Velasco Ibarra en el Teatro Rivera Indarte mostraba que “el charaguazo recibido en su patria le enfrió el liberalismo” y lo había convertido en “medio comunista, pues de lo contrario no se concebiría su presencia en una fiesta donde se rinde homenaje a Durruti”.
Si La Fronda intentaba ridiculizar al ecuatoriano tildándolo de “cacahuete tropical”, otro diario, Bandera Argentina, recurrió con el mismo fin y el mismo desdén xenófobo a la imagen de “cacatúa”. En su editorial del 25 de noviembre interpretó el homenaje del Teatro Rivera como una muestra de las simpatías comunistas de Amadeo Sabattini, a quien consideraban un "fiel servidor de Moscú". La "nueva orden" procedente de la Unión Soviética era la siguiente: "las células de América tienen que clavar en las mentes de los pueblos hispanoamericanos la idea de que la Revolución mexicana es salvadora, y por lo mismo, un ejemplo experimentado que debe multiplicarse en veinte países". A favor de esa labor propagandística, según Bandera Argentina, Sabattini sabía "valerse de todos los medios":
Su último hallazgo, por cierto nada inédito puesto que ya lo aprovechan tanto los pacifistas como los masones, es el de la cacatúa emplumada, conocida también por el nombre de licenciadito Velasco Ibarra. Esta ave tropical, fuerza es confesarlo, es todo un fenómeno pues se producen en ella las metamorfosis de un camaleón. Se hizo elegir presidente del Ecuador por los comunizantes, luego gobernó con los conservadores y ahora, después de derrocado, vuelve a lucir su plumaje rojo pero aún más encendido que antes. ¿Acaso creerá esta cacatúa que todavía va a engañar incautos?
Otro artículo de Bandera Argentina, reproducido en Ecuador en El Diario Manabita, se dedica exclusiva e iracundamente a Velasco Ibarra. El “liberal utópico y romántico de ayer” –convertido ahora en “charlatán tropical”, “licenciado de gafas” y “meteco peligroso”– se había “embarcado en el Frente Popular” en la compañía de varios “ases de la extrema izquierda” y “agentes de Moscú”, efectuando un viraje ideológico análogo al de “muchos políticos nuestros que empezaron como él, creyendo en las pamplinas de la democracia con mayúscula para terminar en la abyección sovietizante cuando no en concomitancias más vituperables con el komintern”. Después de sugerir a la policía que persiguieran al político por sus actividades procomunistas, el diario nacionalista terminaba diciendo: “A la cacatúa verde e inofensivamente gárrula de hace dos años le han salido plumas rojas”.
El “antifascismo” de Velasco Ibarra se afianzó durante los meses siguientes debido a sus contactos con la editorial Claridad, dirigida por el socialista de origen español Antonio Zamora, que había sido premiada en una Exposición del
Libro de Ecuador durante el gobierno del ex presidente. Cuando la revista Claridad publicó, en febrero de 1937, un artículo titulado “El terror fascista ecuatoriano”, firmado con el nombre (¿pseudónimo?) de “Fernando Dónix”, el gobernador de Guayas requisó los ejemplares que llegaron al puerto de Guayaquil y prohibió su circulación en la provincia debido a las “calumnias” que se vertían contra Federico Páez. Según El Universo, “aunque el señor Gobernador no nos lo ha dicho, presumimos que se acusa de este artículo al ex presidente doctor José M. Velasco Ibarra, pues se cree haber descubierto el estilo de aquél en el fondo de la publicación” (14 marzo 1937).
Fue precisamente en la editorial Claridad donde Velasco Ibarra publicó su nueva edición de Conciencia o barbarie. Allí volvió a manifestar su antifascismo sui generis y una vez más mostraría su apoyo a la República española y su rechazo a la "sedición asesina" de Franco:
En Europa, las gentes se matan, y se matan con ferocidad; pero persiguen ideales, y hay hombres heroicos que capitanean a personas resueltas a sacrificios purificadores. Detestable me parece la sedición asesina del general Franco. Absurdo imponer a España un Estado totalitario. Los núcleos españoles son por esencia rebeldes y autonomistas. Matando, exponiéndose a matar y a destruir, no se sirve a Cristo ni se practica el supremo principio religioso: NO MATARÁS.
Es inconcebible el silencio del Papado frente a la sedición de Franco y a la política fascista. El Papado ataca el comunismo en nombre de la personalidad humana y de la libertad. Pero, desde el punto de vista religioso, ¿qué diferencia hay entre el comunismo y el fascismo, entre el Estado totalitario de Italia y el anhelado por Franco? La misma concepción mecánica del hombre, la misma absorbencia material del hombre. El comunismo, al menos, ofrece una liberación final... Al paso que el afán fascista se reduce al orgullo prepotente del organismo nacional, según las caprichosas normas del César de ocasión.

Hambre de noticias. El seguimiento de la guerra civil en Hispanoamérica

Es un tópico hablar del impacto impresionante que tuvo la guerra civil española en las repúblicas hispanoamericanas, pero no deja de ser difícil imaginar la intensidad del estremecimiento que provocó. En el contexto ecuatoriano, Rodolfo Pérez Pimentel cuenta que el socialista alicantino Francisco Ferrándiz Alborz, que se había convertido durante los años treinta en un crítico literario imprescindible en el diario guayaquileño El Telégrafo, acudía cada noche a las oficinas del cable internacional, donde se enteraba de las últimas noticias en la compañía de otros inmigrantes españoles, la mayoría de ellos franquistas, por lo cual "se armaban discusiones que degeneraron en fenomenales grescas a bastonazos, con saldo de heridos y contusos; pero, a la noche siguiente, estaban nuevamente en el cable, pendientes de las noticias". Algo parecido se suele contar de las peleas que se formaban en la Avenida de Mayo de Buenos Aires, entre los republicanos que frecuentaban el café Iberia y los falangistas que se reunían enfrente, en el café Español.









Pero no hacía falta ser español de sangre o de nacimiento para sufrir la guerra como si fuese en carne propia. Raúl González Tuñón, al llegar a España en la primavera de 1937, describió hasta qué punto los bonaerenses consideraban el conflicto una guerra suya en "La Argentina vive y piensa en España", un ensayo publicado en la revista Ayuda. Allí recordaba el día en que llegaron a su ciudad las noticias de la supuesta caída de Madrid:
El día 7 de noviembre de 1936 –algo así como el octavo día del mundo, el octavo día de la creación que Kipling quería ver amanecer para Inglaterra y que Madrid amaneció para el mundo–, Buenos Aires, la capital inmensa de la Argentina, y todo ese país de grandes posibilidades, sojuzgado hoy por los imperialismos –el inglés y el Vaticano, en primer término–, vivió horas de angustia. Los diarios vendidos a Burgos (La Nación, La Prensa, La Razón), así como casi todas las estaciones de radio, anunciaron la caída de Madrid. Pizarras, sirenas, ediciones especiales... Los falangistas disfrazados salieron a la calle voceando su periódico, en cuya primera página se leía, en letras catastróficas: “Entramos en Madrid”. La policía, que había impedido días antes todo acto de homenaje a la España leal, permitió a los falangistas el disfraz y el griterío. (El tiempo nos vengó. El papelón de los fascistas, los clericales, los reaccionarios de todo pelaje, cubrió de ridículo a la caverna en general.) Fue entonces ese día 7 de noviembre cuando yo vi frente a los diarios y las agencias y los altoparlantes, en el centro y en los arrabales de Buenos Aires, cómo todo un pueblo desesperado se resistía a creer la tremenda noticia. Vi a hombres, a mujeres, a niños y viejos llorar en las esquinas, morderse los labios, caminar sin rumbo... Era el pueblo de Buenos Aires, el pueblo internacional de Buenos Aires, argentinos, españoles, italianos, polacos y de todas partes; era el pueblo auténtico de Buenos Aires que lloraba la caída de la capital antifascista. Fueron apenas cuatro horas. Nada más que cuatro horas. Y pasó un día y otro día. Y resultó que los fascistas habían sido, increíblemente, contenidos a las puertas de Madrid. Yo vi cómo renació el entusiasmo y la alegría. Ese pueblo, el de la capital argentina, había demostrado una vez más su conmovedora, su infinita solidaridad para con España.

Las fuertes emociones suscitadas por la inminente caída y luego el inesperado éxito de la defensa de Madrid sólo tenían parangón con el fervor con el que se habían recibido las primeras noticias de la sublevación militar y en seguida la defensa popular de la República, durante la última quincena de julio de 1936.
Las imágenes que siguen son una buena muestra de ese fervor. Provienen del diario La Voz del Interior, de la Córdoba argentina, que solía anunciar la escritura de una noticia nueva en sus pizarras detonando una bomba o haciendo sonar una sirena.







Visiones apocalípticas, sueños de resurrección. Literatura hispanoamericana de la guerra civil española

Hacia el final de la novela La esperanza (1937), el etnólogo García, quizá la voz más respetada y autorizada de la obra de André Malraux, reflexiona sobre la figura del intelectual en la Guerra Civil española. "El gran intelectual", dice, "es el hombre del matiz, de la gradación de la calidad, de la verdad en sí, de la complejidad. Es, por definición, por esencia, antimaniqueo".
Maestro del matiz, de la duda y del cuestionamiento, el intelectual había obtenido en los años treinta un protagonismo social inédito, un papel público que lo llevaba cada vez más a formular discursos más atentos a las necesidades políticas del momento que a esa verdad en sí. La creciente polarización ideológica de la década extremó esta tendencia, pero fue en España donde la esencia antimaniquea del intelectual entró definitivamente en crisis; en un contexto bélico en el que eran los actos y no las palabras, no las ideas, no los cuestionamientos y la complejización de los asuntos, los que hacían falta para ganar la guerra. El mundo de los actos, como dice García en la novela de Malraux, es un mundo maniqueo, hecho para ese "maniqueo nato" que son los
revolucionarios y los políticos. No, en cambio, o en principio, para el intelectual. A éste se le planteaba un dilema: definirse por uno de los dos bandos, haciéndose cómplice de las inevitables crueldades e injusticias cometidas en nombre de una causa que consideraba "justa"; o bien, renunciar a la acción, optando por el derecho de hablar libremente, de cuestionar, criticar y no comprometerse –por inapelable y cómodo rigor intelectual– con ninguno de los bandos. Ante este dilema, reconoce García, "para un hombre que piensa, la revolución es trágica". Ahora bien, su propio matiz de pensador español es clave: "Pero para un hombre semejante la vida también es trágica".
Lo cierto es que en pocos momentos de la historia intelectual de la modernidad ha habido un abandono tan tenaz de los matices como en los años de la Guerra Civil. La guerra polarizaba, radicalizaba y cegaba. Construía ejes del bien y ejes del mal, y trampas mortales para los hombres y mujeres "del matiz, de la gradación de la calidad, de la verdad en sí, de la complejidad". Éstos, sin embargo, querían participar en la guerra, querían que sus palabras fuesen actos e instrumentos de lucha, y en realidad, sobre todo en la efervescencia ideológica de los primeros meses del conflicto, fueron muy pocos los que vivieron esta renuncia como trágica; pocos, también –hay que reconocerlo–, los que construyeron una obra digna de sobrevivir a la contingencia.


No sorprende, desde luego, que los intelectuales que defendían a Franco hayan seguido a la Iglesia en su proclamación maniquea de una guerra santa, una nueva Cruzada. La tradición católica ofrecía un marco cultural, prestigioso en su división entre el bien y el mal, para cantar a los cruzados, exaltar a los mártires y denigrar a los infieles, fieles continuadores de una historia milenaria de persecución. No hay mejor ejemplo que la oda "Aux martyrs espagnols" de Paul Claudel (traducida al español por Jorge Guillén en Sevilla y por Leopoldo Marechal en Buenos Aires), en su denuncia de las atrocidades cometidas contra la Iglesia en España:
Es la misma cosa, es comparable a lo que se les hizo a nuestros antepasados,
Es lo que sucedió en el tiempo de Enrique VIII y en los de Nerón y Diocleciano.
¿No beberemos nosotros el cáliz que bebieron nuestros padres?
Lo que para ellos fue la corona de espinas ¿sólo para nosotros ha de ser una corona de rosas?
Las imágenes centrales de la tradición católica renacieron, para Claudel, en el contexto de la Guerra Civil.Se estaba viviendo una "crucifixión" de la "Santa España" –"Once obispos, dieciséis mil sacerdotes masacrados" y "quinientas iglesias catalanas destruidas"–, todo eso a manos de un pueblo descarriado y embrutecido. Se trataba, a ojos del poeta francés, del largamente esperado apocalipsis, porque de la destrucción venía la esperanza de un nuevo comienzo, del juicio final y del jubiloso retorno de Cristo: "¡Por fin ha vuelto la hora del Príncipe de este mundo! / ¡La hora del interrogatorio final, la hora de Iscariote y de Caín!".

Más extraña y contradictoria es, sin duda, la presencia de lo religioso en escritores que apoyaban la lucha republicana. Evidentemente, esto no fue algo nuevo en la literatura de una izquierda mayoritariamente agnóstica y atea; a fin de cuentas, no había mejor lenguaje que el cristiano para comunicar el pensamiento utópico, las fervorosas convicciones ideológicas y otras experiencias análogas a la fe religiosa...

Para leer el artículo completo, véase "Visiones apocalípticas, sueños de resurrección. Literatura hispanoamericana de la guerra civil española" en el último número de la revista Amnis. Revue de civilisation contemporaine Europes/Amériques.

No hay comentarios:

Publicar un comentario