lunes, 25 de marzo de 2013

TUICO CON David Bowie

 

David Bowie, la leyenda que quiso fosilizarse en un museo

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David Bowie, la leyenda que quiso fosilizarse en un museo
Una de las instalaciones de la exposición sobre David Bowie en el museo Victoria & Albert de Londres. 
En los años setenta el marketing estaba en pañales. Aún no convivíamos con la globalización mediática, internet, las redes sociales y sus consecuencias virales, así que cuando en 1972 Londres se llenó de carteles anunciando el aterrizaje de Ziggy Sturdust and the Spiders from Mars, sólo se enteraron los británicos.
Fueron ellos quienes días antes del lanzamiento de aquel disco leyeron en el semanal Melody Maker que David Bowie, en su nueva reencarnación musical, se proclamaba abiertamente gay, para pasmo de la encorsetada sociedad británica. Aún más salvaje para un público conservador que aún tenía problemas para digerir las melenas hippies de los Beatles y la desfachatez roquera de The Rolling Stones fue sentarse a cenar en julio de aquel año frente a la BBC y encontrarse de bruces con un hombre maquillado, con el pelo teñido de rojo, vestido con un provocativo mono cargado de dorados que se atrevía a pasarle el brazo por el hombro a su guitarrista, también enfundado en un traje pseudosideral mientras cantaban juntos Starman. Y aunque aquel single, aquellas palabras y la imagen andrógina e hipersexual de aquel producto tan revolucionariamente comercial como cargado de talento inauguraron extraoficialmente la década de los setenta y rompieron con convenciones mucho más profundas que las simplemente musicales, su eco tardó un poco en recorrer Europa. No sería hasta que Bowie conquistó el mercado estadounidense un año más tarde cuando su nombre quedó cincelado para siempre en la historia del rock, a la que no ha dejado de contribuir en cuatro décadas.
Hoy, en cambio, habría que haber vivido en un desierto sin cobertura wifi para no enterarse de que Bowie es una vivísima pieza de museo de 66 años que ha sacado un nuevo disco, The Next Day, tras diez años de silencio, cuyo lanzamiento, casualmente, ha coincidido con la inauguración de la retrospectiva que el Victoria & Albert de Londres le dedica desde el sábado y hasta el próximo 11 de agosto a la estrella sobre la que posiblemente más ensayos musicales, artísticos y conceptuales se hayan escrito. Probablemente, los más banales y menos significativos se hayan publicado a lo largo del último año en una maniobra de marketing-siglo XXI que ha convertido a la prensa de medio planeta en la plataforma de publicidad gratuita para una exposición de la que se ha hablado tanto antes de su inauguración que ya está batiendo récords de audiencia sin haberse inaugurado –la preventa de entradas ya supera las 42.000, la más alta en los 160 años del museo–.
Pero lo cierto es que, si se tienen en cuenta las expectativas creadas por el persistente bombardeo mediático sobre la exposición, al que se ha unido la lluvia informativa sobre la figura y genialidad de Bowie tras el lanzamiento por sorpresa de su nuevo disco, que actualmente es el número uno en ventas en el Reino Unido y Alemania, y va camino de serlo en Estados Unidos, dan ganas de decir David Bowie is… too hype (David Bowie es… mucho ruido y pocas nueces, en un juego de palabras con el nombre de la exposición, que se titula precisamente David Bowie is..., frase con la que los comisarios han jugado a lo largo de todo el montaje).

En teoría no hay ninguna conexión entre el disco y la exposición, aunque David Bowie sabía perfectamente desde hace dos años que el museo la preparaba. Concebida a partir de 300 objetos de su propio archivo personal (que atesora 75.000 piezas), estos no dejan de ser los clásicos elementos que uno esperaría encontrar en una exposición dedicada a un músico: letras de sus canciones escritas a mano, instrumentos musicales, cartas, fotografías, trajes originales, videos musicales, entrevistas con amigos y colaboradores, dibujos, bocetos originales de los sets de sus conciertos y, por supuesto, música. Los comisarios Victoria Broackes y Geoffrey Marsh han cuidado mucho la parte audiovisual, como sería de esperar de una retrospectiva dedicada a un músico al que, sin embargo, sería más correcto definir como un artista ilimitado cuya vida ha estado marcada por la búsqueda constante de nuevos Bowies con los que reinventarse y cuya influencia como icono de la cultura popular sigue haciéndose sentir en el cada vez más previsible mundo del llamado entertainment.
Detrás del disco The Rise and Fall of Ziggy Sturdust and the Spiders from Mars, que por lo que significó y representó tiene una posición prominente en la muestra, no sólo había un creador atrevido y con talento dispuesto a escandalizar para alimentar su hambre de éxito tras diez años de intentos que no llegaron a cuajar del todo –en la década anterior sólo saboreó el éxito brevemente gracias a Space Oddity, pero la fama no le cortejó plenamente hasta que se inventó al primero de sus muchos alter egos, Ziggy Sturdust–. También había un manager con dinero, Tony Defries, que le garantizó que con su ayuda se convertiría en el nuevo Elvis Presley. No es casualidad que el ídolo de Defries fuera el coronel Tom Parker, manager de Elvis, como tampoco lo es quizá que Elvis y Bowie compartieran cumpleaños, aunque con doce años de distancia, anécdotas de las que apenas hay rastro en una muestra que se centra demasiado en exaltar, y a veces se olvida de informar, como uno esperaría de un museo dedicado a las artes aplicadas.

De hecho, aunque se hace hincapié en el control que Bowie siempre ha ejercido en todos los ámbitos de la producción de su obra, desde las portadas de discos a escenografías, coreografías o incluso merchandising, no hay mención a la que quizás haya sido una de sus mayores genialidades, sobre todo si se mira desde la perspectiva de la crisis de la industria musical: haber salido a bolsa con sus Bowie Bonds, con los que en 1997 ganó cincuenta millones de dólares, el dinero que habría obtenido después de muerto por los royalties sobre sus canciones –se retiraron del mercado en 2007, después de que Bowie recuperara la propiedad sobre toda su obra–.
Eso sí, la cantidad de objetos de deseo de la muestra –los trajes originales diseñados por Yamamoto, su cartilla de racionamiento de la infancia, la chaqueta que le diseñó Anthony McQueen para la portada de Earthling, un autorretrato de 1978…– hará babear a cualquier fan de Bowie, pero del mismo modo que cualquier amante de la historia del rock no deja de santiguarse ante lo que ve en el interior de los estudios Sun Records de Memphis o cualquier nostálgico del grunge puede soñar durante horas frente a la letra manuscrita del Smells like teen spirit de Kurt Cobain en el Experience Music Project de Seattle.
Nunca sabremos si Bowie sería el Bowie que hoy conocemos si la billetera de Defries no hubiera estado disponible para darle el empujón necesario a sus sueños musicales y estéticos en aquel preciso momento de 1972. Lo que sí sabemos es que cuatro décadas más tarde la cultura occidental está hoy tan necesitada de artistas sólidos capaces de ofrecer algo más allá que un meneíto a lo Rihanna. Por su parte, al cierre de esta edición Bowie ha congregado a 700 periodistas acreditados para dar cuenta de una muestra que reciclará para la prensa de medio planeta la trayectoria de un artista de 66 años, edad cada vez más rara de ver en las páginas culturales de los media de cualquier país. Pero esos 700 periodistas son el sueño húmedo de cualquier director de museo en plena época de crisis. Y a lo mejor hasta del propio Bowie, que no ha participado en absoluto en la organización de esta exposición y que debe de estar observando con esa inquietante sonrisa suya –no piensa asistir a la inauguración– el fenómeno más singular de toda su carrera: su metamorfosis en pieza de museo.

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